En la historia reciente de Argentina, la teoría del péndulo ilustra con claridad los vaivenes en la concepción y el rol del Estado. Así como un péndulo oscila de un extremo a otro sin encontrar equilibrio, el país ha pasado de un Estado muy ineficiente a un modelo donde el Estado se ha vuelto ausente, debilitado y muchas veces negado a cumplir funciones básicas e indelegables. Esta oscilación de un extremo al otro deja a la sociedad atrapada entre promesas de eficiencia y realidades de abandono.
El jefe de Estado y presidente de la Nación Argentina ha declarado en varias oportunidades que su objetivo es “destruir al Estado desde adentro”, por considerarlo intrínsecamente malo, corrupto e ineficiente. En alguna medida, esa destrucción se ha llevado adelante durante estos dieciocho meses de gestión, afectando no sólo áreas en las que podría argumentarse que el sector privado puede intervenir, sino también funciones básicas que históricamente han sido propias del Estado. Lo importante es saber si esto ha sido o no beneficioso para la sociedad.
En salud, por ejemplo, se ha agravado el conflicto en el Hospital Garrahan y reducido la atención a personas con discapacidad, además de un aumento desmedido de las prepagas. Asimismo, las jubilaciones están desactualizadas, tanto en términos de ingresos como de cobertura médica, y las prestaciones del PAMI se han acotado y deteriorado.
Otra área clave dejada de lado es la obra pública, hoy prácticamente inexistente. El abandono de la obra pública, incluso de aquella financiada por organismos multilaterales como el Banco Mundial, el BID o la CAF, ha agravado el deterioro de las rutas nacionales. Vialidad Nacional -sin recursos- ni siquiera realiza reparaciones menores, lo que incrementa los accidentes y los costos logísticos por los aumentos en las primas de seguros.
Pasamos de un Estado nacional con maniobras espurias en la obra pública y que condicionaba los fondos a gobiernos provinciales y municipales con obras que no correspondían a nación como cordón, banquina y cuneta, a un Estado que se desentiende completamente de obras fundamentales para la calidad de vida de la sociedad como viviendas, agua potable, cloacas, gas natural y rutas. El camino era terminar con la corrupción no con la obra pública.
Además, hoy el Estado se nutre de fondos que tienen una asignación específica como el impuesto a los combustibles, que deberían destinarse a infraestructura vial, pero que hoy se redirigen al Tesoro Nacional, perjudicando fuertemente a las provincias y accionando al borde de la ilegalidad.
En el ámbito educativo, la universidad pública -responsabilidad directa del Estado Nacional- ha sido completamente desfinanciada al igual que la ciencia y tecnología; los organismos públicos están en una situación crítica. Como resultado, los salarios docentes universitarios no sólo están desfasados respecto a la inflación, sino también respecto a otros sectores del empleo público, lo que provoca renuncias y migraciones hacia el sector privado o al exterior, especialmente en el caso de investigadores.
Este gobierno puso el foco en terminar con el déficit fiscal para sanear nuestra macroeconomía y compartimos plenamente, pero esto no puede ser a costa de profundizar el déficit social, con jubilaciones y sueldos por debajo de la línea de la pobreza; o provocando un déficit institucional por tener -injustificadamente- dos años consecutivos sin Presupuesto Nacional, haciendo imposible planificar y dar previsibilidad a las provincias y sectores del Estado.
Pasamos así de un Estado ineficiente de gobiernos anteriores, a un Estado ausente que se desentiende de todas aquellas funciones que le son propias. Necesitamos un punto de equilibrio, que priorice el bienestar de la sociedad y obre pensando en mejorar la calidad de vida de las presentes y futuras generaciones.