Alejandro Pérez Hualde
Máximo poder o máxima institucionalidad
El autor de la columna, el exmagistrado de la Suprema Corte de Mendoza Alejandro Pérez Hualde, cuestiona a los dirigentes que buscan someter las instituciones.Los argentinos no escapamos al fenómeno internacional por el que atraviesan las “democracias” de occidente: la colocación de la apetencia de los espacios institucionales por encima de toda otra consideración como método de acceso y conservación del poder político; los mendocinos tampoco.
En un comienzo pareció que esa impronta sólo se canalizaba a través de regímenes totalitarios; pero sobrevinieron luego otras opciones más disimuladas por sus inicios aparentemente democráticos pero que luego devinieron en totalitarismos como la nicaragüense, la cubana, la venezolana… se las denominó “populismos”. Se complicó luego cuando la herramienta dejó su origen ideológico y comenzó a ser plagiada y copiada, hasta con mejoras, por líneas absolutamente pragmáticas para el acceso y mantenimiento del poder. Hoy se exhiben “populismos” de izquierda y de derecha y de quién sabe qué personalismo coyuntural u ocasional. Algunos de ellos insertos en regímenes todavía republicanos.
Los esquemas de izquierda y derecha ya no sirven para analizar fenómenos como el populismo ni la corrupción; ni acá ni en el resto del mundo. Por el contrario, nos muestra otra cara: la institucionalidad ponderada desde la economía. El Premio Nobel de Economía 2024 fue otorgado a Daron Acemoglu, Simon Johnson y James Robinson por su investigación sobre cómo las instituciones económicas y políticas determinan la prosperidad económica de las naciones. Su trabajo destaca el papel crucial que juegan las instituciones en la determinación del desarrollo económico y la desigualdad entre países. El trabajo de estos tres economistas demuestra que no basta con tener recursos o tecnología; las instituciones son fundamentales para traducir esos factores en prosperidad y desarrollo equitativo.
No es nuestro caso; buscamos el sometimiento de las instituciones. Y así es que nos aproximamos a elecciones donde se resolverá una aspiración oficialista fundamental: el poder máximo. Y éste requiere de dos componentes: captura de la capacidad de decisión y total ausencia de participación y de control.
La capacidad de decisión se exhibe mediante la posibilidad de dictar normas de carácter legislativo sin necesidad de la participación (que puede ser sólo formal como ocurre donde el Ejecutivo dominante tiene mayoría absoluta -como es el caso del H. Senado de la provincia de Mendoza-) del Poder Legislativo; o parodias de participación en “audiencia pública” como la realizada en un sitio ubicado a más de 2.000 msnm en pleno invierno.
En el orden Nacional es más simple. La capacidad de impedir la insistencia del Congreso sobre una ley vetada necesita de sólo un legislador de cualquiera de las dos cámaras que frustre la reunión de los dos tercios.
Pero si el veto fuera parcial, solo de una fracción de la ley sancionada; hasta el extremo de desvirtuarla totalmente en su espíritu (algo expresamente prohibido por la Constitución) el trámite que debe seguirse para impedirlo e interrumpir sus efectos, ya en pleno curso de ejecución, es el de los Decretos de Necesidad y Urgencia (DNU). La norma rige de inmediato y quien espera no es el Ejecutivo sino el Congreso.
El procedimiento de tratamiento de la aprobación o rechazo de los DNU está regulado por una ley especial dictada en 2006 por iniciativa del gobierno de Néstor Kirchner, pero jamás modificada por alguno de los gobiernos posteriores de todos los distintos signos, que la aprovecharon en su momento, donde se requiere para la derogación de esa norma -que tiene rango de ley y está vigente- una mayoría absoluta de ambas cámaras del Congreso de la Nación. Nunca se logró en los casi veinte años de vigencia de esa ley.
Entonces ya no es necesario tener un legislador más que impida la reunión de dos tercios para la insistencia frente al veto; para la vigencia inmediata tan sólo es necesario conseguir una cantidad para impedir en una sola de las cámaras la votación de la mayoría absoluta. Es cuestión de números fáciles: en el H. Senado, sobre 72 integrantes sólo se impide los dos tercios con 25 legisladores, pero la mayoría absoluta con 37 de ellos. Conviene al gobierno la promulgación parcial y el tratamiento como DNU.
Consideramos que es necesario mantener la actual ecuación de legisladores, al menos en una de las cámaras, que obliga al gobierno a negociar con la oposición esos dos tercios o esas mayorías absolutas inalcanzables para que el equilibrio democrático, aunque muy débil, se sostenga. Es la mejor fórmula para enfilarnos hacia la ansiada seguridad institucional para que los inversores confíen (primero los de adentro y luego los de fuera).
Convertir a un solo señor en dueño de todos los resortes de conducción y decisión en el mundo económico del país o de nuestra provincia, no aporta mayor confiabilidad. Porque no aseguran institucionalidad. Tampoco seguridad porque sólo pueden brindar “estabilidades” mientras duren sus efímeros mandatos…
El número de legisladores que hoy pretende alcanzar el oficialismo sólo le aportaría la posibilidad de demostrar que mientras él se mantenga en el poder, siempre frágil e inestable, puede dar las garantías más inmensas que le soliciten… y las dará hoy. Pero luego, cuando eso cambie (¡siempre cambia!) tendremos el gran costo de pagar todo lo entregado y prometido.
Se trata de una inseguridad institucional que pagaremos dos veces: la primera, ahora en los impresionantes sobrecostos y tasas inéditas que se justifican en la inseguridad, y luego, cuando se cumplan los augurios (hoy ya previstos e inevitables) y vendrán los tribunales extranjeros y arbitrajes internacionales que nos harán pagar los costos que ya cargaron en su previsión pero que nos reclamarán incluidos como si hubieran contratado con Suiza… o con Chile o con Uruguay (para no ir tan lejos).
No ayuda mucho el otorgamiento desde la Ley de Bases de las posibilidades de acudir a tribunales internacionales o a la jurisdicción de Nueva York… o a los arbitrajes técnicos, eso ya estaba, salvo para algunos contratos internacionales (pocos). ¡Nadie, salvo los abogados, acude a invertir en juicios… aunque los ganen!
El programa de integración global, que compartimos plenamente si lo hacemos de modo inteligente, requiere de un Presidente o, en su caso, de un gobernador, que no necesite exhibir el dominio absoluto de los controles, de la Corte Suprema, del Ministerio Público, de los organismos de control de los servicios públicos, de la Auditoría General de la Nación, de la Sigen… porque esas ausencias lo debilitan. Negociarán con él (con nosotros) no más allá de los dos años que le quedan; allí cargarán sus previsiones de riesgo aconsejadas (exigidas) por los bancos que los respaldan.
Sólo la institucionalidad confiable, no “ocupada” en todos sus espacios, es la que nos puede permitir la construcción de la confianza perdida y que hoy necesitamos reconstruir desesperadamente en este mundo cada vez más global, más dinámico y complejo.
¡Es hora de tomar conciencia, ambos, oficialismos y oposiciones!