Análisis
Adolescencia en estos tiempos y en este país
La autora de la columna analiza el impacto de la serie británica Adolescencia y traza un paralelismo con las problemáticas que afectan a los adolescentes argentinos.En estos días, todos a mi alrededor comentan la serie Adolescencia. No la había visto hasta que decidí escribir algo sobre esto. Estoy terminándola.
La serie —producida en el Reino Unido y transmitida por NETFLIX este año— aborda la situación de Jamie, un chico de 13 años acusado de asesinar a Katie, su compañera de clase. El protagonista es sospechoso de participar del universo INCEL —término proveniente de “involuntary celibate” (célibe involuntario)—, subcultura que se visibiliza en comunidades de hombres que no logran relacionarse afectiva ni sexualmente con mujeres a las que desean o con las que se obsesionan. Estos grupos se distinguen por su misoginia y resentimiento, que suele hacer apología de la violencia contra mujeres y también varones con actividad sexual.
Escuché distintos comentarios y análisis sobre esta producción inglesa.
De un lado, quienes sostienen que muestra una situación ajena a nuestras coordenadas socioculturales, que nuestros adolescentes —aunque les cueste entender y ubicarse en este tiempo de cuestionamientos al machismo— no se sienten seducidos por este tipo de discursos y grupos extremos: sus intereses y sus frustraciones pasan por otras dimensiones.
Del otro lado, otros entienden que la “política de la cancelación” —que primó cuando el ideario feminista empezó a hacer pie entre las más chicas— ha generado un fuerte resentimiento entre los chicos, que sienten amenazados sus roles y valores, avivando una silenciosa solidaridad masculina que cuestiona, a veces con violencia, las consignas feministas.
Me cuesta sentirme interpelada por la temática de la serie, pero valoro que un producto masivo genere debate social sobre generaciones que están en proceso de formación, bombardeadas constantemente por fake news, publicidades, amenazas y falsas promesas. Generaciones que no muy lejos tendrán sus propios líderes y la posibilidad de moldear, modificar o fortalecer las condiciones materiales y simbólicas de existencia.
Otra serie de la misma plataforma, Los secretos que ocultamos, danesa, pulcramente minimalista y con una afectividad tan fría como sus paisajes, plantea una arista oscura de consumo adolescente: la elaboración y difusión de pornografía casera, que circula digitalmente en grupos cerrados. Allí, cada participante tiene la exigencia de producir y compartir un video para poder pertenecer y ser aceptado, estableciéndose relaciones de sumisión, discriminación y dominio. Adolescentes que transitan por la vida en el mayor de los anonimatos para sus padres, sin carencias económicas ni traumas visibles, pero marcados por la soledad, la abulia, la apatía y la desvitalización.
Nuestros adolescentes, los del Sur —del sur más próspero— seguramente se han asomado a muchas de estas tramas, y tal vez angustiosamente algunos estén enganchados en ellas. Pero siento más cercana la problemática de las apuestas on line y sus cifras: un informe de UNICEF Argentina arroja que 8 de cada 10 adolescentes y jóvenes accedieron o conocen a alguien que haya apostado on line en el 2024. Cuatro de cada 10 de ellos lo hace a través de aplicaciones o páginas webs de juegos —también conocidas como casinos virtuales— muy seguido o todos los días. Más de 1 de cada 2 adolescentes y jóvenes apuestan on line principalmente para ganar dinero.
Por los chicos pobres que sufren pobreza y los niños ricos que sufren tristeza, rezaba una publicidad política en los años 90: cuando no se tiene casi nada, cuando los influencers generan la fantasía de que podés ganar plata sin esfuerzo —porque aunque te esforcés, no la conseguís—, con estadios llenos de propagandas de sitios de apuestas, con billeteras virtuales que te prestan plata que te llega en segundos, apostar parece un juego de niños. Pero no están jugando: están apostando, y este nuevo hábito ya es motivo de consultas terapéuticas porque el riesgo de convertirse en una adicción es muy alto.
Bienvenidas las producciones audiovisuales que nos ayudan a asomarnos a las realidades adolescentes y juveniles como Pizza, birra y faso, esa excelente peli argentina que cuenta la compleja historia de dos amigos del sur del sur; Las ventajas de ser invisible, que muestra los padeceres de un tímido joven estadounidense que busca donde sentirse aceptado; Elephant, basada en la Masacre de la Escuela Columbine en 1999, que narra la vida de los dos protagonistas días antes de ingresar con armas a su escuela; Please Like Me protagonizada por Josh —actor, creador y director—, un adolescente muy particular que convive con su madre que padece una enfermedad mental, y muchas otras que son una herramienta para conocer por dónde andan, con qué sintonizan, para actualizarnos en el diverso planeta adolescente, aunque siempre parece tratarse de lo mismo: ser aceptado, tener amigos, sobrevivir a la angustia de lo incierto, encontrar amparo.
Siempre me interesó esa etapa de la vida.
Adolescencia y posmodernidad fue el título de mi tesis para recibirme socióloga. Uno de los intereses de ese trabajo —escrito en el 96— fue conocer las vivencias de adolescentes de distintos orígenes sociales.
En esos años en los que el culto al cuerpo iniciaba su reinado, los gimnasios empezaban a ser una actividad obligada para los adolescentes de escuelas privadas que entrevisté, pero no existían en el mundo de los chicos que limpiaban los vidrios de los autos en la intersección de las calles San Martín y Morón. Los entrevistados sólo tenían en común estar atravesando cambios biológicos, pero la manera en que los transitaban y gestionaban estaba condicionada por su capital económico, social y cultural. Esta evidencia corroboró que, si bien el surgimiento de internet había permitido la construcción de un “adolescente global” y la difusión de una cultura juvenil hegemónica, con pautas, valores y consumos propios, muchos no formaban parte de ese universo —o al menos no de todas sus dimensiones—.
Creo que las/os adolescentes —los no excluidos de la sociedad de consumo actual— transitan una doble angustia: la propia de esa etapa y la que genera vivir en el mundo de hoy.
La adolescencia que atravesamos nosotros —madres o padres de los adolescentes de hoy—, provenientes de familias de clases medias en su mayoría, preveía otro final: creíamos que después de atravesar esos años intensos, tan hermosos como difíciles, las caras del cubo mágico se alinearían.
Nuestra adolescencia desplegó en los años de la recuperación democrática, con plazas llenas de jóvenes y canciones de rock nacional que hablaban de valores como la libertad, el respeto por las diferencias y por los derechos, días donde el compromiso colectivo era esperanzador después de las atrocidades del terrorismo de Estado que fuimos conociendo. Hijos del universo meritocrático, confiábamos en que, si nos esforzábamos, la educación universitaria nos daría un título y un posterior trabajo mientras el amor romántico nos prometía una pareja y una futura familia feliz “para siempre”. Algunos tuvimos militancias religiosas, sociales o políticas porque teníamos la esperanza de que era posible construir un mundo mejor. El mañana nos ilusionaba con autonomía económica, libertad, realización profesional, amor e hijos. Aunque la realidad después nos mostraría otra cara, terminadas las angustias propias de la adolescencia y la juventud, el futuro de la adultez se avizoraba como un terreno más estable, con posibilidad de alcanzar algunas seguridades.
Poco de eso se mantiene para nuestros hijos
En este tiempo, los adolescentes tienen una conciencia demasiado temprana —brutalmente realista— del complejo mundo adulto que les aguarda, tanto como sujeto individual como colectivo. Hijos de muchas desilusiones, muchos no creen que “mañana es mejor”.
El título universitario no les garantiza la inserción laboral ni la movilidad social; la desmitificación del amor como necesidad se llevó también su dimensión proyectual, reavivando la angustia que genera la finitud. El cambio climático diluvia sobre sus proyecciones a mediano plazo, la confianza en que el progreso traería un sistema más equitativo e igualitario se estrelló contra un mundo donde el 10% más rico del mundo concentra más del 70% de la riqueza global y uno de cada diez habitantes vive en una pobreza extrema; la democracia pierde legitimidad como el mejor sistema posible mientras en todas las sociedades peligran derechos y garantías y las guerras vuelven a mostrar sus horrores.
El espíritu colectivo y solidario inicial de internet trajo también las redes sociales, que generan terribles efectos en las subjetividades y las materialidades, exponiendo casi obscenamente el éxito —siempre de otros— de los mundos privados, moldeando sus decisiones, homogeneizando sus valores y adormeciendo el pensamiento crítico.
No puedo dejar de pensar en todo esto cuando los veo, los escucho, les presto atención.
No puedo pensarlos sin pensarnos a nosotros, los adultos.
Nosotros, los gloriosos inventores de esta Matrix que nos mantiene enchufados 24/7, que perpetúa una forma de control social disfrazada de libertad, imponiendo sus algoritmos y su goteo imperceptible de pensamiento único, operando para estructuras de poder que buscan la explotación simbólica y la fragmentación social.
Nosotros, los que sostenemos descreídos el valor de estudiar en una “escuela vacía”, que reproduce las diferencias sociales, que mantiene contenidos y métodos viejos y aburridos, que no atiende los cambios sociales, tecnológicos y laborales de este nuevo siglo, ni logra interpelar a los estudiantes en casi ninguna dimensión de su vida y su cotidianidad.
Nosotros, los que perdimos el entusiasmo para soñar grandes cambios, decepcionados por el debilitamiento de la democracia, el retorno del autoritarismo y la violencia política y los tibios avances logrados por el progresismo.
Podría seguir enumerando estados de ánimo, apuestas frustradas, vacíos adultos.
Si es difícil ser adulta en el mundo de hoy, imaginemos lo que costará ser adolescente.
Pero confío en muchas herramientas de ese mundo adolescente, como el ingenio, la ironía y la inteligencia que ponen en juego para estar y ser en este tiempo tan incierto, me animo a decir como nunca antes.
Sus formas de humor ácido y ocurrente, que se plasma en sus podcasts y sus memes, de lo mejor de las redes sociales.
Su autoconocimiento y la empatía para con sus pares, su capacidad para entender procesos complejos. Son hijos de la psicoterapia, insumo valioso que nosotros teníamos en mucha menor proporción.
Su compromiso cuando las causas los interpelan —como la marcha por la universidad pública, las movilizaciones por la Ley de Humedales, las marchas feministas y de las comunidades LGTB, las movilizaciones callejeras mendocinas para revertir la modificación de la Ley 7722—. Todas esas expresiones de resistencia han sido y son protagonizadas por nuestros adolescentes/jóvenes.
Están preocupados y ocupados por hacer pie en estos tiempos, buscando una señal que alivie sus temores, anhelando algo que les contagie entusiasmo y les ayude a proyectarse con esperanzas en el futuro.
No son muy distintos a nosotros. Todos necesitamos algo en qué creer.
Confío en que podamos construir nuevas utopías para apoyarlos en el caminar. Se las debemos.