Con 56 años, a diferencia de varias colegas con las que comparte nicho etario, aunque no genética, Jennifer López se resiste a hacer demasiado foco en el paso del tiempo. Montada en su cuerpo voluptuoso y su piel dorada, carga con el peso de una tradición que aparece en el cine mudo y que no siempre fue tan vitalista; más bien lo contrario. En los años 20, la mexicana Lupe Vélez sentó las bases de la latinidad femenina en Hollywood. Aunque hubo otras pioneras, como la elegante Dolores del Rio, interesada en llegar a ser la excelente actriz que fue y en prestigiarse bajo las órdenes de grandes directores en películas muy buenas, se impuso el estilo frívolo y ardoroso de Vélez. Su aura se ve en las Evas Longoria o Mendes, en Jesica Alba, Salma Hayek, Sofía Vergara o Selena Gómez, y, también en la más diva de todas, JLo, confirmando que, en sus distintos avatares temporales, luminosa o trágica, la bomba latina es un estereotipo que no se resigna a morir. Con las carnes firmes y la frente en alto, pervive entre las discusiones sobre apropiación cultural, diversidad racial, inclusión y belleza hegemónica, un poco como si el tiempo no pasara.

Pero lejos del despliegue de salud y buenas vibras de JLo, quien se desvive por vivir más y mejor, Vélez tuvo un divismo oscuro. Eligió la vida desenfrenada que proponían sus personajes de ficción. La fantasía tenía que consumarse en lo cotidiano, era un estereotipo a tiempo completo. Es lícito preguntarse si la mujer que en la pantalla viene a seducir a costa de movimientos pélvicos y risas pícaras, desde Argentina, el Caribe u otras tierras exóticas para los yankis, se derramó sobre su personalidad, o fue a la inversa. Recorriendo su biografía, gana la segunda opción. No tuvo un comienzo feliz: pasó por la prostitución adolescente regentada nada menos que por su mamá, entre otras desgracias. Su composición escénica está cruzada por la verdad. El sadismo sexual que practicó con Gary Cooper o Johnny Weissmüller terminó por suscitar más atención que sus trabajos. Lo mismo que hablar con la prensa sobre el tamaño del pene de sus amantes y las debilidades de colegas, entre las que, por supuesto, estaba Del Rio a quien causaba de snob. Sumando sus fiestas constantes -en las que brindaba un striptease, peleas de gallos, alcohol y drogas- era esperable un final drástico.

A los 36 años, después de maquillarse, ponerse un camisón de seda y llenar su cuarto de gardenias (como haría Luchino Visconti más tarde, aunque esperando la muerte natural), se suicidó con pastillas. Estaba embarazada y la prensa había empezado a endilgarle un marchitamiento paulatino. Tanta joda no era gratis. Beligerante en la realidad como la bailarina que propinaba huevazos al Gordo y al Flaco en uno de sus primeros cortos, tenía enemigos por todos lados. Llegó a apuñalar a una de sus parejas y a boicotear escenas de sus coprotagonistas. No tuvo ocasión de ver, como sí tuvo la siempreviva JLo, que los estereotipos, si no se toman en serio, pueden ser un salvavidas, más que una cruz.