Lo que ocurrió este miércoles en la Cámara de Diputados va mucho más allá de un momento vergonzoso o un exabrupto pasajero. Lo que vimos refleja una forma de hacer política que se viene naturalizando, donde los gritos, las agresiones y el espectáculo reemplazan al debate, mientras millones de personas esperan afuera que alguien represente sus ideas con seriedad.
En el recinto más importante del país, donde se supone que se discuten los grandes temas nacionales, se cruzan insultos como “cagón” o “psicópata”, se empujan, se increpan cara a cara, mientras las respuestas siguen ausentes. Esta vez fue el cruce entre diputadas de Unión por la Patria y legisladores de La Libertad Avanza, pero no es nuevo, ni exclusivo de un espacio: es una dinámica que se repite desde ambos extremos, como si la violencia fuera una forma válida de hacer política.
En ese marco, se escuchan declaraciones que en cualquier democracia sólida serían inaceptables. Cuando el propio presidente dice que “no odiamos lo suficiente al periodismo”, lejos de hablar de libertad de expresión, instala el odio como estrategia. Cuando diputados convierten los micrófonos en tribunas para lanzar frases como “lacra inmunda”, “soretes” o “mandriles”, lo que hacen es alimentar un clima de confrontación que después se derrama en todos los niveles.
Las diferencias existen y siempre van a existir, pero transformarlas en bronca, desprecio o humillación pública no construye nada. Discutir es parte de la democracia, incluso con firmeza. Lo que falta es aprender a hacerlo sin que eso implique agredir, rebajar o ridiculizar al otro y en esto, el Congreso debería ser el ejemplo de ese ejercicio, no el reflejo de lo contrario.
Mientras tanto, los temas de fondo siguen sin resolverse. La Cámara de Diputados permanece casi paralizada, sin sesiones regulares, sin actividad en comisiones, sin producción legislativa real. Afuera, la gente espera que se discuta cómo financiar a las universidades, cómo fortalecer el sistema de salud, cómo acompañar a las PyMEs o a las economías regionales. Pero adentro, todo se reduce a escenas que parecen sacadas de una pelea callejera.
No sorprende que cueste tanto dialogar en la vida cotidiana si desde arriba se insiste en un modelo que convierte cada diferencia en una batalla. ¿Cómo puede una sociedad crecer cuando quienes deberían conducirla se dedican a insultarse? ¿Qué mensaje se transmite a quienes quieren participar si el espacio de mayor representación se comporta como un ring?
La política no necesita más ruido, necesita más contenido, más respeto, más templanza. La forma importa, porque cuando se pierde el modo de decir, también se pierde el modo de construir. Y si los que ocupan las bancas no entienden esto, quizás lo más urgente no sea cambiar las ideas, sino recuperar el ejemplo. Desde el fondo, con argumentos, pero sobre todo, con altura.