Cuando la lealtad ya no cotiza en la política
I. El síntoma: decisiones que erosionan la confianza
La reciente decisión de Patricia Bullrich de afiliarse a La Libertad Avanza –el espacio que hoy conduce el gobierno nacional– encendió una señal de alarma entre quienes la acompañaron como referente del PRO y candidata presidencial. No fue su apoyo al gobierno lo que generó malestar: es legítimo reconocer coincidencias en objetivos o diagnósticos ante una crisis. Lo que resulta inadmisible es el acto innecesario de renegar del espacio político que la llevó hasta allí, abandonando toda formalidad partidaria para sumarse al oficialismo sin mediación ni debate.
Ese paso –evitable, intempestivo y simbólicamente fuerte– significó para muchos una ruptura de confianza. Una traición no solo a las estructuras del PRO, sino a millones de ciudadanos que apostaron a un proyecto con identidad, historia y valores republicanos. Mientras tanto, el Congreso da la espalda a la Ley de Ficha Limpia, un reclamo de la ciudadanía que busca impedir que personas condenadas por corrupción ocupen cargos públicos. La ley agonizó sólo un par de minutos y murió indefectiblemente.
Ambos episodios revelan una misma enfermedad: la falta de lealtad, de principios sostenidos en el tiempo, de coherencia entre lo que se promete y lo que se hace.
II. De la historia a la decadencia
No es nuevo. En la política argentina, el abandono de valores se volvió una constante. Desde el transfuguismo legislativo hasta las candidaturas “a medida”, los dirigentes cambian de rumbo como quien cambia de auto: según lo que más les convenga.
Los partidos se vacían de contenido, las coaliciones se arman con cálculo electoral y los votantes quedan atrapados en una maquinaria de desilusión sistemática. En ese terreno, la lealtad parece una ingenuidad.
III. Cuando la ética es incómoda
La filosofía política clásica –de Aristóteles a Hannah Arendt– sostenía que el bien común exige virtudes: la honestidad, el compromiso, la responsabilidad. Hoy, en cambio, lo que se valora es el oportunismo hábil. La ética se percibe como un estorbo. El pragmatismo, como virtud.
Pero la política sin ética es puro espectáculo. La estrategia sin valores es vacía. La lealtad –a los principios, al electorado, a la palabra dada– no es un lujo moral: es la base del contrato democrático.
IV. El daño social: ¿causa o consecuencia?
La falta de coherencia en la política no es un hecho aislado ni sin impacto. Tiene consecuencias concretas: la ciudadanía se aleja, se apaga el compromiso y crece una percepción devastadora —y cada vez más arraigada— de que "todos son iguales". En ese clima de desconfianza, la representación política se vacía de sentido. Nos gobiernan personas que no creen en nada… y por eso mismo, no representan a nadie.
El mensaje que cala hondo es letal: da lo mismo decir una cosa y hacer otra, prometer y no cumplir, cambiar de camiseta sin rendir cuentas. Y si todo da lo mismo, ¿qué sentido tiene participar, votar, militar, comprometerse?
Pero la pregunta incómoda es otra: ¿estos dirigentes son causa o consecuencia? ¿Son los políticos los que han degradado la confianza, o son el reflejo de una sociedad que tolera, minimiza o incluso premia la incoherencia?
Tal vez no solo estamos ante una traición desde arriba, sino también ante una renuncia silenciosa desde abajo: una ciudadanía que observa, critica, pero no actúa; que se indigna, pero no se organiza.
La crisis de valores en la política también es, en parte, una crisis de participación social. Y si queremos cambiar el espejo, tendremos que empezar por cambiar el reflejo.
V. ¿Y ahora qué? Hacia un nuevo pacto moral
Argentina no necesita solo reformas legales: necesita una transformación cultural profunda. No alcanzan las leyes si no recuperamos algo más esencial y perdido en el camino: el valor de la palabra dada, la dignidad de la coherencia, la ética como brújula.
Por supuesto, es urgente avanzar con leyes como Ficha Limpia, y sancionar con claridad a quienes abandonan el partido por el que fueron elegidos sin renunciar a sus cargos o bancas. No alcanza con disfrazar la traición con argumentos legales o excusas a simple vista, burdas. Mentirle a quienes confiaron el voto no puede justificarse con tecnicismos. La verdadera ética política se ve más abajo, donde habitan la coherencia y el compromiso. Nuestra tarea es no claudicar en la construcción de una ciudadanía activa, crítica, vigilante. Que no mire para otro lado cuando se burlan de su voto.
Alguna falla profunda debemos tener como sociedad cuando políticos corruptos, inescrupulosos o incluso delincuentes, son votados una y otra vez. No debería hacer falta una condena judicial para impedir su acceso al poder: bastaría con una ciudadanía lúcida, con memoria y sentido ético, que simplemente se niegue a votarlos.
Como ciudadanos responsables, debemos demandar algo que parece haberse vuelto excepcional: dirigentes con columna vertebral. Líderes que entiendan que la lealtad no es sumisión, ni ingenuidad, ni romanticismo político. Es, en realidad, una forma de valentía. Es sostener las convicciones incluso cuando el poder, la conveniencia o la especulación empujan a traicionarlas. Si no exigimos eso, si no lo volvemos norma y no excepción, entonces el futuro político de nuestro país seguirá construyéndose sobre ruinas morales.
La autora es: Docente. Empresaria turística. Ciudadana comprometida. Investigadora
DNI. N° 11.964.357