Mendoza: cuando el poder se concentra, la provincia se empobrece
El autor describe miuciosamente el entramado del ejercicio del poder y de los negocios. Apela a no bajar los brazos y a avanzar en una alternativa.
Hay cosas que ya no funcionan en Mendoza. No para las mayorías, al menos. No para quienes ven crecer la violencia en sus barrios, achicarse el salario, languidecer las oportunidades. No para quienes sienten —aún sin poder nombrarlo con claridad— que algo se rompió en el contrato democrático que debía protegernos a todos.
“La revolución de lo sencillo” se convirtió en la institucionalización de una élite político-económica surgida de maniobras poco claras que afianzan la concentración de poder.
Lo que pasó tiene nombre: “Destrucción de mecanismos que evitaban la concentración estructural del poder político – económico”. Mendoza ya no es esa provincia donde las instituciones funcionaban de manera diferente, hasta ejemplar.
Y tiene consecuencias medibles: una economía estancada, una institucionalidad colonizada, un puñado de nombres repetidos en cada licitación millonaria. Mientras la provincia se debate entre la nostalgia y la incertidumbre, un modelo político consolidado desde 2015 ha logrado algo que debería avergonzarnos: convertir lo público en botín privado, y hacer que parezca normal.
El mecanismo del saqueo silencioso
No hablamos de actos aislados. Hablamos de un sistema de decisiones que, una tras otra, dibujan un mapa donde los fondos de todos terminan con inusitada frecuencia en los mismos bolsillos. Y lo hacen con la bendición de organismos de control que dejaron de controlar, de una Justicia que mira para otro lado, de una Legislatura donde la oposición se volvió decorativa.
Pensemos en EMESA prestándole millones para la construcción de minicentrales a CEOSA —empresa contratista estrella del gobierno— sin que jamás devuelva el dinero y premiándosela con otra suma millonaria a cambio de una cesión de acciones de uno de esos mismos saltos que la provincia financió. Pensemos en Hierro Indio, ese proyecto minero que se vendió como el futuro y hoy solo genera denuncias cruzadas entre sus titulares. Pensemos en Potasio Río Colorado, en el que Minera Aguilar ha incumplido groseramente los compromisos por los que se quedó con el proyecto, o en Penitentes, cuyo cambio de manos fue tan opaco y sus beneficiarios tan afines al gobierno que ni siquiera intentaron disimular.
¿Y qué decir de la lobesia botrana? Un ministro anuncia el ganador de una licitación antes de que se publique el llamado. Meses después, nadie sabe quién ganó realmente, pero las feromonas ya se están distribuyendo. El descaro no es torpeza, es la estrategia del sistema, es su característica principal.
La paradoja mendocina
Aquí está el dato más doloroso: Mendoza tiene hoy el mismo Producto Bruto Geográfico (PBG) per cápita que en 2004. Veinte años sin crecer. Dos décadas de salarios que se achican —hoy un 36% por debajo del promedio nacional— mientras un puñado de empresarios celebra contratos millonarios con el Estado.
No es casualidad. Es diseño político. Un diseño que necesita silencio para funcionar, que prospera cuando miramos hacia otro lado, cuando preferimos discutir sobre las desventuras de un pato o la distribución de listas de candidatos antes que sobre el vaciamiento sistemático de lo común, lo nuestro.
La resistencia como acto de dignidad
Hay quienes resisten. Mendocinos íntegros que no negocian su ética, periodistas que insisten en preguntar por respuestas que, a fuerza de pauta, jamás se publican, ciudadanos que no normalizan lo anormal. Son, lamentablemente, una minoría. Pero son también la prueba de que otra Mendoza es posible.
Porque lo que está en juego no es solo la administración eficiente de recursos. Es algo más profundo: nuestra capacidad de indignarnos, de exigir, de creer que la política puede ser herramienta de justicia y no de privilegio.
El justicialismo tiene que encarnar en Mendoza el mandato transformador por el que nació, una convicción simple y potente: que el trabajo dignifica, que los recursos de la patria pertenecen al pueblo, que ninguna democracia sobrevive sin justicia social. Esos principios no son consignas del pasado. Son el antídoto contra el modelo que hoy nos empobrece.
Mirar con ojos nuevos
Imaginemos que alguien de afuera —un extranjero, un visitante del futuro— observara nuestra provincia. ¿Qué vería? Una tierra rica gobernada como feudo. Una democracia formal donde el poder real circula por canales opacos. Una sociedad que naturalizó la arbitrariedad hasta hacerla invisible.
Esa mirada externa nos devuelve una verdad incómoda: hemos aceptado demasiado. Hemos tolerado que lo excepcional se vuelva rutina, que la corrupción se disfrace de trámite administrativo, que el futuro de miles de familias se juegue en reuniones de las que nunca sabremos nada.
El camino de vuelta
No hay atajos. Reconstruir Mendoza exige más que indignación: exige organización, memoria, proyecto colectivo. Exige devolverle a la política su sentido original: la construcción del bien común. Exige nombrar lo que está pasando, sin eufemismos ni medias tintas.
Porque una provincia que no crece en veinte años no sufre mala suerte: sufre malas decisiones políticas. Y las decisiones políticas se cambian. No con magia, sino con voluntad. No desde arriba, sino desde la dignidad de un pueblo que decide no seguir mirando para otro lado.
Mendoza merece más que una élite que administra el declive. Merece un proyecto que priorice el trabajo sobre la especulación, la transparencia sobre el secretismo, el bienestar colectivo sobre el negocio de unos pocos.
El primer paso es nombrar lo que vemos. El segundo, no acostumbrarnos. El tercero, construir la alternativa.
Cuando cada tanto surgen cuestionamientos a la trama de ganadores del modelo cornejista, desde el oficialismo se escudan en el estricto respeto del ritualismo administrativo y en el veredicto inapelable de organismos de fiscalización y control, los que son exaltados como celosos guardianes del cumplimiento de la ley, garantes del orden público y última palabra para exculpar casi todo lo que se cuestiona.
La realidad es otra y ha sido naturalizada: irregularidades en los procedimientos, discrecionalidad administrativa, desarticulación de los mecanismos de fiscalización, incumplimientos flagrantes de la legislación vigente, secretismo sobre la gestión de los negocios públicos, desprofesionalización de la administración pública y desprecio por los agentes del Estado.
Lo que vemos es una degradación económica, política e institucional promovida desde la cúspide del poder institucional provincial que avergüenza a quienes exhibíamos con orgullo nuestro modelo de calidad institucional, eso que algunos confundieron con “mendocinismo” y que representaba el intento de consolidación de objetivos de convivencia democrática, transparencia institucional y planificación y gestión del desarrollo de la provincia.
Alfredo Cornejo no solo cambió la franja morada por la lista violeta del partido de la destrucción del Estado. Cambió un modelo de institucionalidad democrática y de desarrollo sostenible por otro de concentración autocrática del poder político y económico, y de capitalismo de amigos.
Algo nos enseñó la historia: que los pueblos que pierden la capacidad de indignarse, pierden también la capacidad de transformar su destino. Y Mendoza, con toda su potencia y toda su gente, no puede darse ese lujo.
La democracia no es un ritualismo electoral. Es vigilar, exigir, participar, comprometernos. Es negarnos a que el futuro de todos sea el negocio de algunos. Es, en definitiva, creer que todavía estamos a tiempo de desandar un camino que nos roba el futuro a los mendocinos y mendocinas.